"Los que hacen imposible una revolución pacífica harán inevitable una revolución violenta."
John F. Kennedy
Apurando su última cerveza, miró el reloj, la una de la madrugada. Daniel calculó que si quería estar temprano en Madrid tendría que salir enseguida, sabía que tendría que parar a mitad de camino, y lo mejor sería que lo hiciera de madrugada en una estación de servicio.
Lo tenía claro, sabía que terminaría en la cárcel, pero por momentos pensaba que la cárcel sería mucho mejor que este pueblo sin futuro, esta cárcel que le deparaba el futuro, sin trabajo, sin recursos, en una región olvidada, fría y dura. También sabía que sacarían a la luz sus problemas psicológicos, que lo tildarían de loco, pero él sabía que no lo estaba.
Mientras apuraba su último trago libre, y quién sabe si vivo, repetía en su mente lo que había oído una y otra vez en las tertulias llenas de vocingleros que desde sus sillones e iPhones dan lecciones de moral al resto de españoles. Le repateaba escuchar que España no puede estar tan mal ni haber tanto paro y miseria porque no hay una revolución cada día, y no se rompen escaparates ni se saquean tiendas. Pero esos son los mismos que dirán, que su acto es una ataque a las instituciones y a la constitución, que rompe la paz, que eso no son formas, que la convivencia es lo más importante.
Por eso estaba harto, hay una revolución por hacer y él sería el detonante. Ya había visto como se hacía una bomba y creía que ya sabía hacerla. Tenía claro el objetivo.
Acababa de pagar y estaba sentado en el coche, tardó unos segundos en arrancar el coche, pero no quiso pensarlo y arrancó, si lo hubiese pensado un poco más se hubiese quedado en casa, pero ya no había marcha atrás.
Al día siguiente todos hablarían de él.
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